Cap. 18 Pueblo San José





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Dobló nuevamente hacia la derecha y estacionó el auto enfrente del cementerio. Quiso echar una mirada. No había nadie aunque las puertas se encontraban abiertas. Entró y no pudo dejar de sentir un silencio especial. El perfume de las lavandas se extendía sobre las tumbas. Todas muy prolijas y cuidadosamente presentadas. En cada una se podía observar, como detalle principal, una o dos fotografías de quienes se encontraban enterrados en ellas. Igualmente placas de bronce en las que la familia dejaba impresos sus pensamientos y, en algunos casos, un pequeño epitafio. Fotografías y placas eran la muestra más palpable del profundo respeto por sus muertos. Hizo un rápido recorrido acompañado siempre por el profundo silencio, sólo interrumpido por la brisa de esa tarde veraniega moviendo suavemente las cimbreantes ramas de los aromos y de los cipreses.
Salió del cementerio y por la misma calle se dirigió un par de cuadras más adelante hacia la iglesia. Tocó timbre en la portería y salió a atenderlo un Sacerdote. Se presentó como el Padre José Presler. Gaspar le indicó el motivo de su visita y solicitó el permiso para visitar el templo. Sin problemas y con gran entusiasmo, el Sacerdote no sólo le franqueó la entrada, sino que lo acompañó en la visita. Le explicó las características arquitectónicas, el sentido religioso de la construcción, el mejor homenaje de un pueblo hacia Dios, objeto de sus creencias. El diálogo se fue transformando en algo familiar. El sacerdote respondió las preguntas inquietas de Gaspar, hizo reflexiones sobre los importantes momentos de la etapa de la construcción, de la caritativa colaboración de la población de aquellos tiempos. Fueron importantes las donaciones de dinero, las incontables carradas con arena y piedra que traían los chacareros desde los arroyos cercanos, las miles de bolsas de trigo donadas, como diezmo por las cosechas recibidas. Algunas familias colaboraban en la financiación del mobiliario, o de los bancos para sentarse en el templo; otras, más pudientes, se hicieron cargo de los exquisitos y finos vitrales traídos desde Europa, al mejor estilo de los realizados para las iglesias góticas. Parecía cierto el dicho aquel que “mas de seiscientas hectáreas de campo se encontraban encerradas en el templo”. No era la primera vez que la visitaba. Siempre encontraba un motivo nuevo para asombrarse. La luz de la tarde ingresaba en el interior, multiplicándose en infinitos cuadros multicolores. Los ventanales tenían sobre un lado los brillantes destellos que daba el sol del atardecer. Sobre las paredes opuestas, una gran penumbra invitaba al silencio apacible, al recogimiento y la oración. El colorido terminaba por reflejarse sobre los blancos mármoles del altar y sobre el preciosismo de las pinturas de las columnas y las paredes.
En la entrada de la Iglesia leyó las distintas placas de mármol blanco que ilustraban la historia del templo. La primera capilla de madera se levantó a pocos meses de haberse instalado los primeros habitantes en la colonia denominada primitivamente Dehler en recuerdo de la misma aldea que dejaron en el valle del Wolga. Luego de siete u ocho años, se comienza la construcción de la segunda iglesia en el mismo lugar donde se encontraba el pequeño templo, el que había quedado dentro de la construcción y que debió ser desmantelado para iniciar los cultos en el edificio mayor.
“Probablemente, haya sido ésta la Iglesia en la que se casó mi bisabuelo” – pensaba para si Gaspar, mientras reconstruía la historia de la construcción.
– Después del segundo templo, se inició la construcción de un tercero – acotó el Padre Presler.
– Cuando se hicieron cargo de la iglesia los sacerdotes de la Congregación del Verbo Divino, iniciaron la tarea de levantar el actual templo. Aproximadamente en el año 1920 ya se contaban con los planos y la idea de realizar una construcción más grande. Fue el Padre Scharle quien le dio el gran impulso –. Gaspar, en silencio, escuchaba la descripción histórica que le estaba realizando el sacerdote. Este continuó:
– “Für Gott, das Beste”
[1] fue el espíritu de la construcción. Tanto el sacerdote como los colonos adhirieron a este lema y la nueva iglesia se inauguró en el año 1930. Se demoraron algunos años en terminar detalles de ornamentación y pintura. Pero el templo se concluyó. ¡Y gracias a la gente! –. Las palabras del sacerdote resonaron con la fuerza y la admiración de su propia comunidad.
Caminó lentamente desde el fondo de la Iglesia hacia el majestuoso altar de mármol blanco, observando por el pasillo las líneas románicas de su arquitectura, las amplias naves divididas por filas de columnas. Pintadas con mucha perfección, convocaban al observador a descubrir los distintos y escondidos rostros que el artista había plasmado, como afirmando su autoría y estableciendo, una afectuosa complicidad con el visitante de buena vista. Así fue descubriendo el rostro de Jesús en una columna, en otra el de Pedro y de algunos de los apóstoles. En otras, el rostro de algunos santos. En una columna, le impresionó el rostro hermoso de una mujer. Según la tradición de la colonia, era la imagen de una novia alemana del pintor, con quien nunca pudo contraer matrimonio, ya que las rígidas costumbres existentes no permitían a sus hijas hacerlo con un “schwarz”
[2]. El pintor era español. Pensando en esta nostálgica historia, agradeció al Sacerdote la delicada atención de acompañarlo, dejó la Iglesia y subió a su auto con la firme intención de regresar a Pigüé.
Pero no pudo. Comenzó a dar vueltas por la Colonia. Sobre la calle ancha intentó descubrir cuál hubiera podido ser la primera casa a la que llegó su bisabuelo desde la Colonia Hinojo y recibió un cordial hospedaje. ¿Sería ésa? Un frente muy grande casi sobre una esquina. Tres ventanales grandes, dos de ellos flanqueando al central terminaban en la parte superior con un arco de medio punto. Sobre sus laterales, dos formaciones simétricas de excelente construcción. En los balcones unas hermosas rejas de hierro se anticipaban a unas descuidadas celosías de chapa. Todo se encontraba cerrado como si estuviera habitada. El frente se encontraba muy cuidado y se destacaba la perfección de un trabajo altamente artesanal en las molduras y ornamentos que la construcción portaba.
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[1] “Para Dios, lo mejor”.
[2] Negro. Sentido despectivo que los alemanes de la colonia usaban, en los comienzos de su instalación, para referirse a los habitantes de la ciudad que no eran de su colectividad. Una forma de referirse a los “otros”.