Otros cuentos

La leyenda del Fülsen
Revisando viejos papeles de inmigrantes del Wolga encontré unos manuscritos de dificultosa escritura, que más o menos decían lo que a continuación voy a transcribir. Parecía algo trivial, pero al terminar su lectura advertí que era una historia especial y que como tal, resultaba importante darla a conocer.

... Hacía mucho frío y los días que se acercaban a la Navidad del año 1764 eran cada vez mas desapacibles. El ambiente de la caravana no era precisamente de alegría. La larga travesía había comenzado meses atrás desde algunas aldeas de los principados de Alemania. Día a día, el viaje se hacía intolerable y exigía mayor esfuerzo a los colonos, a medida que se acercaban a las tierras heladas de las orillas del Wolga, que el gobierno de la Zarina Catalina les había prometido.

Los conductores de la caravana y de los carros, que llevaban a sus familias a un destino que creían mejor, no sólo sentían el frío. Sufrían la tristeza del largo alejamiento de sus familias alemanas. Sentían la depresión de no poder regresar porque la distancia recorrida era demasiado larga para volver atrás. Sentían la desconfianza frente a lo que se proponía como promesa. La desesperanza de que las cosas serían tales como se lo habían ofrecido. Sobre todas las cosas, el hambre.
Y con el hambre un dolor más profundo: era el color amoratado de las mejillas de sus hijos, sus pequeñas manos lastimadas por el frío y los gemidos fuertes y enternecedores que en los últimos días habían comenzado a emitir. Su significado resultaba incomprensible, aunque percibían claramente su sentido: deseaban comer.
El pan que quedaba, tan duro como la tierra helada que pisaban, ya no los conformaba fácilmente.
La larga travesía había disminuido significativamente tanto sus fuerzas como sus provisiones. Algunos carros debieron ser dejados a orillas del camino por las roturas de sus ruedas o por la falta de bueyes o caballos. Al abandonarlos, se dejaban utensilios cotidianos y muchas provisiones.
Fue en la noche de Navidad.
La luna brillaba tan espléndida, como el gélido frío que obligaba a los cuerpos a acercarse unos a otros para darse recíprocamente un poco de calor. Unas madres, (no se leen bien los nombres en los viejos papeles), pero podrían ser Susana, Catalina, Marcelina, o tal vez María, en una de esas detenciones, produjeron el milagro.
Juntaron todo el pan duro que encontraron, lo embebieron con la leche fresca que los lugareños le acercaban y comenzaron a cocinarlo en los hornillos de hierro. Cuando creían que la cocción estaba a punto, la endulzaban con azúcar acaramelada que sus niños no se negarían a gustarla.
Luego iniciaron la ronda de distribución: en primer lugar a los niños, luego a los abuelos. Repartiendo algo a cada uno, alimentaron toda la caravana.
Y nuevamente volvieron a escucharse a lo largo de la larga fila de carros, las mismas expresiones de parte de los niños, pero en esta oportunidad las palabras fueron más suaves a los oídos y su significado fue fácil de comprender: Estaban seguros que expresaban la alegría y la gratitud. Se habría producido un nuevo nacimiento.
La caravana siguió su camino y llegaron a destino. No importa cómo se desarrolló su historia, pero una suave y dulce música los acompañó hasta el Wolga”.
No se han encontrado nuevos documentos sobre estos hechos, pero esa melodía fue reproducida de abuelos a nietos, de padres a hijos, de boca en boca: ¡fülsen¡ ¡fülsen¡ fueron las expresiones escuchadas. Repetidas a lo largo de muchos años y hasta nuestros días, bautizaron a esa simple y milagrosa comida, nacida en aquella helada Navidad del Volga.


El pan duro, la leche y el azúcar, produjeron el milagro inicial. Luego se incorporaron nuevos elementos, surgidos del trabajo y de la producción de su estadía en las colonias rusas del Volga, como la crema, las pasas de uva, y algún sorbo de licor. En algunas oportunidades se agregaban trozos de nueces, en otras, almendras o avellanas para resaltar el suave gusto del pan con leche.


Pero el ingrediente principal nunca fue cambiado: la ternura de esas madres (que jamás supimos sus nombres) y que nos dejaron un mensaje de amor en el aroma caliente y perfumado del fülsen, que hoy – en nuestros hogares - todos saboreamos.


Diciembre 2003


Koser
Un ruido ensordecedor comenzó a resonar en el silencio de la tarde. Las torres del castillo, esbeltas e indestructibles, caían abatidas sin posibilidades de defensa. Los atacantes disparaban sus proyectiles directamente hacia sus objetivos y el estruendo del choque se multiplicaba a lo largo y a lo ancho de todo el campo de batalla. Con su griterío y con el polvo levantado, se oscurecía totalmente el sol del mediodía. Los lamentos de los heridos, el fuerte y constante golpeteo de las piedras fue interrumpido cuando se escuchó esa potente voz:
- ¡Miren el bochinche que hacen a la hora de la siesta! ¡Déjense de joder y todos adentro! Fue mi padre quien interrumpió la estruendosa batalla.
Santiago y yo ingresamos a la casa y fuimos directamente al dormitorio. Paqui y Juan Carlos salieron por el portón y se fueron a sus casas. En el fondo del patio quedaron los huesos-torres desparramados y mezclados con las piedras de canto rodado que oficiaron de proyectiles.
Por la noche, nos recriminó haberlos dejado desparramados en el patio. Eran sus “Kóser”, unos huesos disecados de patas de caballo con los que, los domingos después de misa, jugaba con sus amigos. Después de la siesta y antes de irse a trabajar, los juntó, les pasó un trapo para quitar el polvo y los guardó en su caja de madera.
Pasaron muchos años de aquella siesta. Hoy Juan Carlos no está. Paqui vive lejos y enfermo. Mi hermano tiene ideas difusas en su memoria. Cuando recuerdo aquella travesura de la siesta pienso que fue una especie de profanación. Y lo sentí así, al domingo siguiente, cuando me invitó a jugar en lugar de hacerlo con sus amigos.
Primero me pidió que colocara los huesos en los lugares correspondientes. Así lo hice con veinte de ellos en una línea recta en el fondo del patio. Enfrente y más o menos a unos quince metros de distancia, una cantidad similar. A ambos lados de las filas pusimos uno más en calidad de “guardia”. Realmente, un campo de batalla.
Entonces él tomó cinco huesos y, desde una punta de la cancha, comenzó a lanzar, con mucha precisión, cada uno de los “tiradores”, volteando primero los guardias y, luego, el grupo de los veinte que formaban el frente del enemigo. Cuando realizó sus cinco tiros, quedaban pocos en pie. Fue mi turno.
Mi ataque fue lamentable. Los proyectiles no llegaron a la defensa enemiga. Mi padre, rompiendo las reglas del juego, acercó las filas de los “Kóser” para que, con mis tiros de niño, pudiera voltear algunos de los huesos.
Pasaron muchos domingos para que pudiera empatarle y, entonces, jugar una revancha. Pasaron muchos más para ganarle. En el partido final, cada jugador intercambiaba sus tiros con el contrincante para evitar ventajas y, seguramente, para generar el suspenso necesario antes de festejar el triunfo. No recuerdo si fue mi creciente pericia o una oculta ventaja la que me permitió gritar por primera vez la victoria: toda la fila de los huesos de pata de caballo estaban abatidos.
Desde entonces, cada tanto, los despierto de su caja y los acomodo en una cancha imaginaria. Todavía no aprendí a voltearlos con pocos “tiradores” como lo hacía mi padre.

Un día, un carro…
Nunca supe donde nació mi abuelo. Tampoco supe datos de mi abuela. No he alcanzado a saber si nacieron en Argentina o vinieron de pequeños desde alguna aldea de las colonias del Wolga. Es algo que algún día llegaré a conocer. Pero si sé cómo fue mi abuelo. Cuando es necesario describir a un ser querido, resulta conveniente verlo con el recuerdo de un niño de cinco años, allá por los años cincuenta del siglo pasado, en las colonias alemanas de Coronel Suárez.
Dejalo venir al Pichón. Que me acompañe, Luisa, yo te lo voy a cuidar.
¿En el carro, todo el día? – contestó mi madre.
Sí. No hay problemas. Va a ser hermoso para él. Está todo bien.
Así salimos alrededor de las 9 de la mañana de un día cualquiera del invierno, en el que con mi madre habíamos llegado a la Colonia San José para visitar a los abuelos. Luego del clásico desayuno con un gran tazón de café con leche, pan ruso con manteca y miel, mi madre me puso una gorra, una bufanda de lana tejida por la abuela y me despidió con un beso. Salimos en el carro.
Subite a mi derecha y si tenés frío te ponés el poncho que hay debajo del asiento.
Yo subí al carro, apoyándome con un pie sobre el eje de la rueda, el otro pie en la parte superior de la misma y de un salto estaba sentado en la tabla que en la parte superior del carro aparecía como el asiento. Un amplio cojinillo blanco, cubría la totalidad del mismo, haciendo menos cruel el tiempo del viaje.
¿Adónde vamos? – le pregunté.
Vamos hasta la Natilde, un poco más allá de Quiñigual, a ver si podemos vender algunas cosas. Son duros estos tiempos...
Comenzamos el camino por la calle ancha de la colonia hasta tomar una larga avenida que nacía en Coronel Suárez, uniendo las tres colonias, en dirección a las sierras hacia el sur, hasta Quiñigual y Coronel Pringles.
No hablaba mucho. Era un hombre grande, tendría unos 65 años, pero parecía muy gastado por la vida. Había sido dueño de un pequeño campo, y de una hermosa casa, pero la gran depresión del treinta no le dejó nada. Sólo deudas que, a fuerza de trabajo y en silencio, las fue cancelando. Pero ninguna queja. Todo estaba bien.
En el carro viajaba altivo, con un negro sombrero de fieltro y el poncho de lana sobre la espalda cayendo las puntas entre sus brazos. Manejaba los dos caballos de tiro con tranquilidad, azuzándolos de tanto en tanto con un suave movimiento vertical de las riendas sobre sus ancas para mantener un trote suave. Había que hacer algunas leguas y si bien teníamos todo el día por delante, su oficio le iba a llevar más tiempo que el necesario.
A medida que andábamos, observaba con mayor atención los campos que estaban a ambos lados del camino. Uno de esos había sido el suyo. Cuando lo descubrió, lo hizo sin recelo.
Mirá ese monte. Fijáte en el tanque blanco, sobre una pequeña torre de material. Me gustaría llevarte allí para que veas los pescaditos rojos que un día dejé. Deben estar grandes los cosos esos...
¿Y porqué no me llevás?
Otro día – fue su respuesta.
Luego supe que no podría haber llegado allí sin que volviera el recuerdo de su esfuerzo que para muchos pareció un fracaso. Esa había sido su pequeña chacra. Las deudas para levantar la cosecha lo dejaron sin nada. La cosecha se la llevó la piedra y los sueños los recogieron sus acreedores, que no lo dejaron en paz hasta tener firmada la escritura de transferencia. Con esa firma se transfirieron sus ilusiones, pero no su fuerza. Tenía trece hijos y hacía poco tiempo se había muerto uno de ellos de una enfermedad rara, para la medicina de la colonia, dejando una nuera con dos nietos pequeños. Todos los mayores debieron salir de la casa a ganarse el pan. Las hijas también debieron hacer su parte. Algunas contrajeron matrimonio más rápidamente, una entró en un convento, aunque por poco tiempo. Las otras, más pequeñas trabajaron en las chacras como empleadas o acompañaban a la madre en las tareas de la casa.
Anduvimos un largo trecho. De tanto en tanto, entrábamos en algún campo que él conocía a ofrecer sus mercaderías: traía gorras, bombachas de trabajo para los hombres, algunos ponchos, cuchillos, rebenques y lazos de soga trenzada, yerba para los mates de la tarde. Siempre ofrecía algo que los chacareros no conocían: una nueva tijera para la esquila o para cortar las crines de sus caballos, alguna piedra de afilar, o un mazo de barajas para ocupar los tiempos libres. También traía ropa para todos, variedades de vestidos, sombreros y golosinas para los niños, que ya desde lejos hacían su propia fiesta, puesto que conocían el carro y los dos tordillos de tiro que siempre lo acompañaron. En sus últimos viajes comenzó a vender los nuevos cuadernos y lápices de colores, con algunos libros de aprendizaje del idioma castellano. Había un rumor en el ambiente de que se iban a abrir escuelas de campo y todo el mundo tenía la ilusión de un futuro con mayor educación para sus hijos.
El se entendía con la gente de un modo simple. Pocas palabras, mostraba lo que vendía, a veces entregaba lo que se compraba y a veces volvía a guardar ordenadamente sus mercaderías debajo de la gran lona que cubría todo su carro. Mientras tanto yo no me cansaba de andar por los alrededores, buscando algún pájaro raro por conocer o corriendo los gatos tendidos al sol.
Venga otro día, Don Juan, que algo de plata vamos a tener...
Varias veces escuché lo mismo y entonces me animaba a preguntarle.
¿Y? ¿Vendiste algo?Siempre se vende algo y siempre se cobra algo y siempre te quedan debiendo algo.
Sus palabras sonaron a resignación. Pero antes de que pudiera reaccionar, me dijo:
Vos no te aflijas. Algo vamos a llevar a casa a la vuelta.
Y así fue parte de la tarde. En algunos de los campos nos ofrecían unos mates, acompañados con rebanadas de pan casero con rodajas de jamón o algún fiambre y, a veces, algunos bizcochos caseros o tortas recién fritadas. El me decía que me sirviera lo que gustara, pero él sólo tomaba una pequeña parte como para cumplir respetuosamente con la hospitalidad de quien lo invitaba. A veces un trozo de galleta con carne de cordero, un trago de ginebra o un vaso de vino. Y siempre agradecía con un tono suave de voz y muy pocas palabras. De a poco comencé a comprender su idioma ininteligible, aunque no me animaba a hablarlo. El se comunicaban con el dialecto alemán, ya que tanto los chacareros como sus peones eran descendientes de familias alemanas, pero cuando lo hacía en castellano, lo hacía con una total soltura y conocimiento.
¿Te gusta el campo, Pichón? ¡Fijáte que es lindo! La gente es callada. Habla lo justo. A mí me quieren porque les traigo lo que necesitan y si no tienen todos los pesos, algo me dan y algo siempre les fío. De ese modo, ellos consiguen lo que quieren y yo tengo una nueva excusa para volver. Cobro y vuelvo a vender.
¿No pueden salir a comprar por su cuenta al pueblo? – pregunté.
Y...mirá. Si no tienen un carro o un caballo, no. Y el patrón no siempre se los presta. Para esto estoy yo. Así me voy ganando la vida. Algunos peones me dijeron que vuelva, luego de que paguen la quincena: unos quieren unos cuchillos, otro quiere una corralera para vestir mejor. El patrón me pidió unas botas de caña alta para él y un vestido para su mujer. En ese viaje, vamos a tener mejor suerte, pero ahora está todo bien.
Mas tarde supe cuál era su oficio. Era un vendedor ambulante, en realidad, un mercachifle. Así lo llamaban a Don Juan. Iba por los campos vendiendo mercaderías que la gente no podía comprar sin tener que viajar a las Colonias o a Coronel Suárez. El les aliviaba el trabajo y de ese modo se ganaba la vida. En silencio y con humildad.
Ya era casi de noche cuando me dijo:
Vamos a apurar el paso para ver si llegamos a La Natilde. Allí vive tu tía Aurelia y te vas a encontrar con tus primos.
Y así fue. Casi al atardecer entramos en la chacra y de lejos vi a mis tíos salir a recibirnos. El abuelo, todavía mantenía su agilidad al subir y bajar del carro tantas veces como fuera necesario a lo largo del día. Sus zapatones anchos y unas gruesas medias de lana le mantenían calientes los pies. Un pantalón de paño con un grueso cinturón de cuero y una hebilla hermosa de plata, recuerdo de su vida de chacarero, se combinaban con un amplio sacón, abotonado por delante, también de paño oscuro, que abrigaban su cuerpo, en el que lucía con orgullo un pañuelo rojo atado alrededor de su cuello, sobre una gastada camisa y un abrigado tejido de lana, hechura típica de la abuela.
¡Hola Relia y José! ¡Tanto tiempo!
Así los saludaba con un beso cariñoso, preguntando rápidamente por los nietos:
¿Dónde están María, el Lito y el Joseie?
A esa hora los nietos encerraban los terneros para el ordeñe del día siguiente. Nos quedamos esa noche a cenar y a dormir en. La tía Aurelia preparó la cena consistente en unos “kleiss” acompañados con una salsa de crema con pan y cebolla saltada y algo de chorizo y jamón. El abuelo fue quien realizó la bendición de la comida, dando inicio a un acto tan formal como cotidiano, importante y simple a la vez, en el que, mientras los mayores conversaban sobre sus cosas con la calidez de la familia, los primos producíamos el murmullo, con nuestras risas y nuestras voces, propios de niños inquietos. Al final, un té caliente con azúcar y limón, compartido en una gran taza, fue la señal para retirarse a descansar.
Antes de dormir y mientras el abuelo me arropaba las frazadas, le pregunté:
Abuelo, ¿De dónde sacaste ese idioma que me cuesta mucho comprender?
Es una larga historia, Pichón, pero es muy triste. En otro viaje te la contaré. Lo único que te digo ahora, es que todos los que hablamos así, vinimos de muy lejos. De otras tierras, con otra gente y distintas costumbres. Nos dolió mucho llegar hasta aquí. Pero hoy, a pesar de todo lo que sucede, estamos bien. Hemos encontrado un lugar donde se trabaja en forma tranquila y se puede llegar a vivir mejor. A veces las cosas no salen como uno quiere, pero hay que ver siempre lo más importante: mis hijos son todos muy trabajadores y respetuosos. No han podido ir a la escuela. Trabajan en los campos, pero tienen buen corazón. Y siempre sueño – junto a tu abuela María – que alguno de mis nietos llegará a ser una persona preparada con mucha cultura y educación. ¡Como me gustaría disfrutar ese momento!
Creo que me dormí muy pronto. Al día siguiente regresamos en el carro, con el mismo ritual de subir y bajar, hablar, vender y cobrar, mientras yo correteaba por los alrededores. A la vuelta, el abuelo se animó a darme las riendas para hacer andar los caballos, imitándolo con la tosquedad propia de los niños. Los caballos por su parte, andaban a su ritmo, sin saber que en el carro, habíamos cambiado de mano.
Al llegar a casa, muy cercana ya la noche, salieron a recibirnos mi abuela y mi madre. Ambas esperaban con mucho deseo ese momento. La madre esperaba al hijo. La abuela al esposo trabajador, con la expectativa de poner algo adicional a la hora de la cena. No pudo ser. Las ganancias de las ventas apenas si alcanzarían para comprar la ración de alfalfa para los caballos.
En esa noche, con una austera cena con sopa de verduras, pan ruso y un pequeño guiso de fideos amasados por la rugosas, aunque tiernas manos de la abuela, crearon el ámbito necesario para escuchar a mi abuelo que, con su franca sonrisa, nos decía:
Mañana voy a ir para el lado del Abra de la Sierras. Veremos si tengo mejor suerte que hoy, pero seguro que algo más voy a vender. Está todo bien.
Más tarde, pasado el tiempo, teniendo la misma edad que mi abuelo tenía cuando me llevó ese día en el carro, comprendí algunas cosas con total claridad. Lo que en su momento me pareció resignación, lo interpreté como la firmeza necesaria para luchar la vida con una sonrisa y con un fuerte sentido de la esperanza: desde la total pobreza de su familia junto al Wolga, hasta el sentirse poderoso con su pequeña chacra, o recorrer los polvorientos caminos de la zona, intentando atender necesidades de trabajadores como él, y, como él también, sin dinero. En todo momento estaba su sonrisa del hombre honrado. Con ella, aseguraba a su familia, a sus amigos y a su nieto que todo “estaba bien”.
La Plata, 2003
Este cuento ha obtenido el segundo premio en el Concurso Literario “Vivencias de Nuestros abuelos alemanes del Volga”, organizada por la Biblioteca Alemana “Unsere Freunde”, de la ciudad de Paraná (Entre Ríos).




La Weiss Kath

La Weiss Kath, así la llamaban en el barrio. Un sobrenombre indefinido, aunque cariñoso. La “abuela Kata”, podría haber sido la mejor comprensión. O con un tono delicado “la viejita Kata”. O simplemente, “tía” porque no lo era de nadie, o lo era de todos.
Era una mujer grande, alta y no muy delgada, una matrona alemana, con su cabello blanco envuelto en un pañuelo azul, con unos flecos de hilos cimbreantes, que se cerraba bajo el cuello con un simple nudo. El vestido negro, largo y cerrado, le daba el aire solemne que conjugaba con su silencio. Sólo dejaba ver sus zapatos marrones y algo de sus pies cubiertos con medias blancas y abrigadas. Un rostro pálido, con arrugas en su frente, llamaba la atención por el lunar ostentoso en su barbilla. Los ojos firmes, escudriñantes, impresionaban por la profundidad de su mirada. Sentada siempre en el sillón, se balanceaba con un ritmo lento sin despegar los pies del suelo. Con su mano derecha sostenía un pañuelo blanco que, de tanto en tanto, pasaba suavemente por sus ojos para enjugar un crónico lagrimeo. La mano izquierda yacía doblada sobre el regazo, sin fuerza, vestigio de un ataque de presión que le dejó paralizado medio cuerpo.
No serían más de las once. Como siempre, sentada en el sillón, sólo se escuchaba el crujido de la punta de madera al golpear rítmicamente contra el piso. No podía hacer otra cosa antes de acostarse a dormir, que mecer suavemente sus pensamientos. Esa noche tenía puesta su atención en otra tema. Esperaba la llegada de la nieta, luego de su primera cita de adolescente enamorada.
En la habitación vecina, el viejo reloj de la pared no hacía más que resaltar el silencio de la noche, en tanto su manecilla avanzaba con el clásico chasquido metálico marcando un ritmo cadencioso. Cada tanto algún perro lanzaba sus ladridos a la noche. Nada modificaba la frecuencia del balanceo de la Weiss Kath.
Julia no llegaba. Resultaba tan intranquila la demora como aquella que sufriera en su antigua aldea mientras esperaba a su marido al regreso de un largo día de trabajo. Miraba la hora, de tanto en tanto, quedando sus ojos fijos en el péndulo que oscilaba de uno al otro lado de la caja. Durante ese tiempo se permitía ordenar los cacharros de la cocina, tamizar la harina para el pan del día siguiente, separar las distintas semillas para secarlas en una bandeja y guardarlas para la futura siembra de la chacra. Lo hacía con las del zapallo, las de pepinos, de melón y de sandía.
Cada tanto, una mirada a la ventana sobre el frente iluminado de la casa. No llegaba. Escudriñaba con sus ojos profundos un poco más allá de la noche. No quería imaginar la razón del retraso. Expulsaba esos pensamientos de su mente mientras entrecerraba sus ojos penetrantes para descubrir en la noche la imagen de la persona esperada. Siempre el mismo silencio. Siempre el sonido del reloj. Siempre los ladridos de los perros.
Sentir el portón de la entrada exaltó su corazón. Presurosa se acercó a la puerta y la abrió. La imagen era deslucida. Ella estaba esperando a Julia. Cansado y sudoroso se dirigió directamente a lavarse las manos, como lo hacía siempre, en la bomba que había instalado en la cocina. Empujó hacia abajo la palanca, luego hacia arriba y otra vez hacia abajo, hasta que apareció el chorro de agua cristalina. Con sus manos arremangadas se lavó su cara, mojando sus largos cabellos y empujándolos hacia atrás. La Weiss Kath lo miraba, ya no con los ojos escudriñantes de la noche, sino con la placidez de encontrarse con su hombre, a pesar de la fatiga de otro día de trabajo. Se sentaron a la mesa. Con las manos juntas y los rostros inclinados hicieron su oración. Ella tomó el pan, lo partió y en silencio cenaron.
Su marido se retiró a descansar. Ella acomodó su cuerpo en su sillón basculante. El pañuelo no le cubría la cabeza sino que se encontraba recogido sobre sus hombros. Tenía su mirada perdida, casi dirigida al infinito. El silencio se interrumpía por los aislados ladridos de la noche. La puerta de entrada se abrió con suavidad. Era Julia que entraba, silenciosamente, a la casa.
Vio a su abuela. Su pelo blanco resplandecía bajo una luz cenital. La mano en el regazo y el cuerpo balanceándose suavemente permitían advertir que sus ojos estaban profundamente abiertos, llenos de espera, mientras una leve sonrisa se escapaba de sus labios.
- ¡Hola, abue! ¿No te acostaste, todavía?Sin esperar una respuesta, presurosa, le dio un beso en la mejilla y caminando en puntas de pie entró a su habitación.
La Weiss Kath siguió con la inercia del lento balanceo. ¿Llegará o aún deberé esperarlo? Sus ojos fijos en la ventana habían conquistado un trozo de la noche. Ya no elegía las semillas, ni tamizaba la harina ni acomodaba las cazuelas para el nuevo día. Hacía muchos años que no cambiaba esa posición. Su larga enfermedad había hecho de su balanceo una rutina. Hasta que sintió ganas de acostarse.
- ¡Nena! – fueron las palabras con las que, con mucho esfuerzo, llamó a la hija, quien, al escucharla, se levantó de su modorra y con los cabellos desordenados le respondió:
- Ya te llevo a dormir. Esperá que te doy el remedio y te acuesto.
La alzó con sus brazos. Una vez de pie, con pasos cortos la fue llevando hasta la cama. Le desabrochó el vestido y se lo quitó suavemente. Repitió el gesto con la enagua y le puso el camisón. La recostó sobre la cama. Le quitó los zapatos y ajustó sus medias. Acomodó las sábanas, le dio un beso en la frente y se retiró dejando encendido el velador sobre la mesa de noche. Una luz mortecina iluminaba el dormitorio.
Como un reflejo giró su mirada hacia la ventana cubierta por finos liencillos casi transparentes. Otra vez la noche. Otra vez la espera.
Intentó mover su mano izquierda apoyada en el regazo de un cuerpo endurecido. Buscaba con sus manos las semillas secas para separarlas. Las del zapallo en un pote, las blancas del pepino en otro, las moradas de la sandía en aquel. Sólo los segundos del reloj y algún perro sorprendido se escuchaban en la noche. La atención puesta en las semillas se fue diluyendo.
La Weiss Kath se había quedado profundamente dormida.
15/03/09





Las voces del trigal


- Abuelo, ¿qué historia nos contarás esta noche? – le preguntaban en forma curiosa y atentos a sus palabras.
- Bajen un poco el volumen del televisor y les contaré algo – les dijo con la serenidad del hombre feliz en compañía de sus pequeños nietos.Sucedió unos diez años después que surgiera la Colonia Hinojo, en el centro de la provincia de Buenos Aires, donde llegaron los primeros hombres procedentes del valle del Río Wolga. Uno de ellos, el “viejo Juan” se encontraba muy enfermo, razón por la que no pudo acceder a ninguna parcela de campo para su laboreo.
Entre varios amigos le indicaron que trabajara una hectárea en los terrenos linderos a las vías de ferrocarril. No recibió mas ayuda que esa indicación y ningún crédito para su trabajo.
Con su mujer desbrozó de malezas del terreno, le pasó un arado mancera tirado por su viejo caballo, y sembró unas semillas de trigo al voleo. Nadie recordaba su nombre real, aunque todos lo llamaban cariñosamente el “aldie Hans”.
Durante varios años no pudo cosechar nada. Su esperanza se diluía pese al esfuerzo que ponía en la labor. No había premio posible y la suerte resultaba muy esquiva. Encontraba las razones de su fracaso en el granizo que despedazaba su campo o en la helada tardía que lo blanqueaba, en las malas semillas o en la propia ignorancia de sembrar a destiempo. No obstante, la constancia pudo más que la derrota. Siembre volvía a trabajar sus pocos metros de tierra.
Cierto día de diciembre, se acercó a visitar su pequeña parcela sembrada. Las espigas, meciéndose suavemente al ritmo de la brisa matinal, musicalizaban con su siseo el ambiente del trigal. Espigas finas y cimbreantes, reflejaban en su largo tallo y en las puntas cargadas de trigo, el sol que las maduraba al punto de la trilla.
Con paso cuidadoso, para no lastimar las espigas, ingresó varios metros dentro del trigal. Tomó una de ellas con sus manos y frotándola entre sus palmas, desgranaba las nuevas semillas, observándolas con mirada penetrante. En su rostro curtido por el sol y por el tiempo, amanecía una incipiente sonrisa.
- ¡Es el mejor trigo en los diez años que estamos aquí! ¡Estamos listos para la cosecha!
Los niños escuchaban con suma atención. El abuelo siguió contando:
Lentamente dirigió su mirada a la pequeña extensión de su campo sembrado. La mies dorada se reflejaba en sus ojos brillantes, ocultos entre los canosos cabellos que con sus dedos peinaba hacia atrás de sus orejas.
Mientras tanto, aspiraba profundamente el perfume del trigal maduro. Miraba hacia lo alto para asegurarse que ninguna nube oscureciera su alegría. El cielo se encontraba calmo y el sol no resultaba tan abrasador como en días anteriores. Girando sobre si mismo, en silencio, comenzó a escuchar las voces de las espigas. Aguzó los oídos y percibió el mensaje que el trigal le entregaba. Desgranó un par de espigas y, con la misma tranquilidad que ingresó al campo, salió de él. Subió a su caballo y se dirigió a la Colonia.
- Mira lo que he traído – le decía a su esposa, mientras le mostraba con euforia los granos fuertes y amarillos que había sacado del bolsillo de su rústico pantalón.
- ¡Ya podemos comenzar a soñar!
- Espera hasta el momento de la trilla - le respondió con cautela su mujer.
- ¡Quédate tranquila, mujer, sé bien lo que te digo! Tendremos una buena cosecha. Me lo ha dicho el trigo. Sólo hay que esperar.

Todas las mañanas el “aldie Hans” volvió a conversar con sus espigas. Estas le recordaban las difíciles decisiones que diez años atrás debieron tomar para salir del valle del Wolga y dirigirse a la Argentina. Recordaban juntos cómo, con los labios apretados, llenos de una tristeza profunda, iniciaron el largo viaje hasta establecerse en el Hinojo; el dolor de la adaptación a distintas costumbres, la incomprensión frente a la lengua y el acostumbrarse a una nueva tierra, donde todo estaba por hacerse; los sueños, siempre presentes se sostenían con dificultad frente a los problemas que encontraban en el camino.
El abuelo seguía con su narración. Sus nietos con los ojos abiertos llenos de sorpresa y admiración, escuchaban el desarrollo de esa fantástica historia.
- ¿Entienden lo que les digo? – les decía su abuelo, creyendo que la historia podría ser incomprensible. Ellos lo miraban afirmando su atención.
Otro día conversaba con ellas sobre la esperanza de crecer con felicidad, de educar a los hijos en la fidelidad de la familia, en las buenas costumbres adquiridas a partir del esfuerzo y la constancia. Les preguntaba si sus hijos serían mejores que él en algún tiempo lejano…
Hablaban del pasado. Del gran esfuerzo de un pueblo que cambió de patria varias veces. De los recuerdos germanos, de las costumbres rusas y, luego, de la adaptación a la pampa argentina. Hablaban del presente y del futuro. Hablaban de sí mismo y de sus nietos por nacer.
Por las noches, el “aldie Hans” narraba las historias del trigal en la cena familiar. Su esposa las transmitía al día siguiente, al grupo de mujeres reunidas alrededor del horno de barro, mientras esperaban que se cocinaran las hogazas del “guten Prot”.
Una mañana les preguntó a las espigas si podría volver a Rusia, para buscar a sus padres, muy ancianos, que habían quedado en el valle. Ellas le confirmaron la posibilidad. De modo que comenzó a tejer un nuevo sueño. No sabía si estaban vivos, pero su esperanza se multiplicó.
El día de la cosecha, toda la Colonia estaba preparada para la trilla. El entusiasmo contenido durante el año, se expresaba en las canciones y la alegría colectiva con la que todos marcharían hacia los campos para levantar los frutos esperados.
Mientras unos segaban las espigas, otros las recogían sobre grandes lienzos de tela, para que las mujeres y los niños las sacudieran separando los granos de la paja. Una vez terminado un campo, se seguía con otro y así hasta terminar. El último programado era la parcela del “viejo Juan”.
Llegó el día. Pero él no se levantó. Lo encontraron en su camastro, con una pequeña sonrisa en sus labios y sus ojos profundamente abiertos, mirando más allá de la mirada. Su esposa los cerró en silencio conteniendo sus lágrimas. En esa misma tarde fue enterrado en el trigal.
Nadie levantó la cosecha.
Al año siguiente, en el mes de diciembre, su hijo volvió al campo a recordar a su padre. Un hermoso trigal estaba a punto de la trilla. No lo podía creer. Ingresó a la pequeña parcela y girando sobre si mismo seguía con su miraba el balanceo rítmico de las espigas. Hasta que en un momento pudo escuchar sus sonidos.
Le contaban sobre la honradez y la constancia del “aldie Hans”. Sobre su recuerdo de tristezas y sus sueños de esperanzas.
Así regresó durante varias mañanas antes de la siega. En cada una de ellas, el diálogo se hacía intenso. Las espigas hablaron de la historia del Wolga, de los primeros pasos de la instalación en la Colonia, de la dureza del trabajo que debieron emprender. Los mensajes hacían referencia al progresivo cumplimiento de los deseos y cómo los sueños fueron haciéndose realidad.
Una mañana discutía con las espigas sobre si habían hecho bien en irse del Wolga o si debieron quedarse, porque a veces las cosas no salían como deseaban. En otra, las espigas le confirmaban que siempre debían mirar hacia delante y seguir con la misma fuerza y tenacidad.
Cuando en otros diciembres el hijo no llegó a visitar a las espigas, lo hicieron sus nietos y los hijos de sus nietos. Nunca fue levantada la cosecha y durante todos los años volvía a aparecer el trigo.
Por las noches, los diálogos se reproducían y estas historias se multiplicaban en los encuentros de los amigos y de los vecinos”.
- Igual que ahora, abuelo, como la estás haciendo vos.
- Sí – respondió – hay que ir al trigal y escuchar sus voces para que las historias no se olviden. Sólo así perdurarán los trigos. Sólo así perdurarán los pueblos.

1 de abril de 2008