Otros cuentos: también breves...

La Escalera y su añoranza


Baixant de la font del gat, una noia, una noia”. Cantábamos tomadas de la mano, subiendo y bajando el primer peldaño de la escalera, al ritmo frenético de nuestra ronda.
 “Baixant de la font del gat, una noia i un soldat”. En un baile interminable, cuatro niñas, con vestidos blancos hasta la rodilla y zapatitos de cuero, lográbamos inundar la escalera de risas y canciones.
Pregunteu– li com se diu: Marieta, Marieta, pregunteu– li como se diu: Marieta de l´ull viu[1]. El ritmo no tenía pausa ni fin. Sería la última vez que cantaríamos juntas esa ronda. Al día siguiente, iniciaría con mis padres un viaje sin retorno a la Argentina y, como un último intento de alegría compartida, acentuábamos con fuerza cada una de las palabras.
Baixant de la font del gat”, una y otra vez hasta que, desde el ático al final de la escalera, resonó la voz de mi madre: ¡Montse, que ya es hora!
No hubo despedidas. Con la agilidad de los cinco años comencé a trepar, a los saltos, los peldaños de esa larga escalera que estaría presente durante toda mi vida. Sabía que, al día siguiente, al bajar con mis padres y todas nuestras maletas, ya no habría más cantos ni rondas ni niñas. Sólo lágrimas y recuerdos.

Dejé todo arreglado en Argentina. Los hijos, la casa, el trabajo y mis responsabilidades. Esta pausa en una vida de constante trabajo me permitiría saldar la cuenta pendiente con mi extrañeza. Llegamos al amanecer y, unas horas después, andábamos por la ciudad. Llenaba mi vista con los nuevos y viejos colores que la caminata me formulaba. Inhalaba profundamente los aromas y los olores que inundaron la Barcelona de mi niñez. Buscaba recordarlos, aunque, en el fondo de mi corazón, deseaba con absoluta ansiedad llegar hasta la escalera.
Cuando pasamos por el “Mercado de la Boquerie”, ese intenso caleidoscopio de perfumes y colores, resulté transportada hasta cincuenta años atrás, a un tiempo congelado. Traspasar el gran portal de hierro, con el frenesí de los habituales compradores y con la maravillada sorpresa de los turistas, me permitió recorrer ese pintoresco laberinto tomada del brazo de mi esposo. Lo remplacé mil veces por mi abuelo, por mi padre o por mi madre, con quienes rutinariamente pasábamos a comprar el pescado y las habas, las judías, la carne y la verdura.
Decidimos salir a las Ramblas. Innumerables imágenes de ese río de gente, alegre y serenamente despreocupada, volvían a transportarme al año 1949. El mismo río, el mismo ritmo, la misma música y ese aire fragante de sardana que que hormigueaba en mis piernas. Flores y más flores y algunos pájaros; mimos y estatuas humanas, artistas callejeros y terrazas de café humeante, donde todos podían detenerse a mirar y a escuchar el abigarrado lenguaje de una multitud en constante movimiento.
Nos internamos en las calles y las plazoletas del barrio. Edificios reciclados, calles ordenadas, algunas solamente peatonales, llenas de glamoroso encanto, con sus nuevos negocios de bares, restó y casas de alta moda. No encontré mis antiguas callecitas en las que caminaba hasta la plaza de San Jaime o las que recorríamos saltando y brincando con la Nuria, la Roser y la Paquita. Las mismas calles que, ahora, con mucha vida y con un sobrecargado colorido, lograron acunar ese sentimiento de temor, más allá de la ansiedad que no pude sacarme de encima desde que dejé la Argentina. Miedo por reencontrarme, luego de muchos años, con todo lo que significaba la vivienda de mi niñez, de la que hoy jamás tuve noticias. Ansiedad, por las imágenes llenas de emotivos recuerdos o de oscuros fantasmas olvidados. Fue, entonces, cuando apuramos el paso y, luego de algunas vueltas, nos encontramos con el número 30 de la Calle Avignón.
El asombro se hizo presente en mis ojos en tanto el corazón palpitaba aceleradamente. Nada había cambiado. Los tres pisos de la esquina y el ático estaban ahí, con su pintura vieja y descascarada de color ocre en las paredes, con los grandes ladrillos creando bordes acentuados en las esquinas, con los balcones de hierro despintado llenos de macetas con geranios rojos y morados, con sus amplios ventanales y las cortinas de bolillo. Luego de contactar a los dueños de casa ingresamos para ver el interior. Esa inmensa escalera, que había estado presente en mi vida a lo largo de muchos años, estaba nuevamente ante mis ojos: con sus lozas de mármol color gris, su baranda de hierro forjado y el mismo pasamano de madera lustrada. En la penumbra del hall demoré unos instantes en acostumbrar mi vista. Al hacerlo, advertí la normalidad de la escalera. No era lo inmensa que mi imaginación infantil había magnificado y mantenido en el tiempo y la distancia.
Me puse a llorar. De emoción. Realmente me encontraba tan conmovida como expectante, ya que se agolpaban recuerdos y sensaciones. Entonces, comparecieron nítidamente las imágenes de mis padres y mis abuelos y el de aquellas niñas cantando una y otra vez: “Baixant de la font del gat, una noia i un soldat”.
Me senté un instante en uno de los escalones, mientras mi esposo me decía que mirara la cámara, que me relajara, que levantara la cabeza, que sonriera. Su preocupación era congelar ese momento. Me daba cuenta que no podía acompañarlo ya que las lágrimas me superaban. Yo simplemente miraba. El tomaba fotografías tanto como yo quería huir de ese lugar. Cuando me dio la mano para ponerme de pie, comprendí que debía despedirme nuevamente, como lo hice una vez, hacía muchos años.
Mi vida estaba en Argentina, donde habían quedado mi casa, mi trabajo y mis hijos con sus raíces y sus destinos. Donde había dejado a mi madre que no quiso acompañarme y a mi padre que no pudo verme partir porque él lo había hecho antes. Fue en ese instante, cuando se me presentaron las fugaces instantáneas de todos aquellos años que terminaron por marcar mi añoranza. Instantáneas de mis padres que lo habían dejado todo para embarcarse hacia un nuevo lugar, en busca de rehacer la vida que desearon para sí en Barcelona. Vida de trabajo con silencios de extrañeza, de esfuerzos por los sueños en los hijos. Vida de llantos ocultos porque sus hijos crecían donde se había recuperado el respeto y la esperanza. Una vida en la que nunca pudieron animarse a la pregunta pudorosa de si había sido conveniente migrar para seguir adelante con toda la fuerza o quedarse a masticar un destino insatisfecho. Vida en la que se prohibieron los recuerdos para apagar el dolor con el olvido.
Sin embargo, la escalera siempre estuvo presente.
Para mi madre, ya que era su vida, la de todos los días. La preocupación por mantenerla limpia, desde la entrada hasta el ático, varias veces por semana, incluyendo las barandas y el lustrado del pasamano. No puedo olvidar esa imagen bajando los escalones de rodillas, con su delantal en la falda y el pañuelo azul en la cabeza, atendiendo con balde y cepillo, la lejía que repasaba suavemente.
Para mi padre, serio y preocupado por una nueva vida, porque sólo deseaba ser un peldaño más de esa escalera, por el que sus hijos podrían subir al punto más alto al que desearan llegar. Esa fue la razón de su partida, junto con sus guardados recuerdos que nunca contó y que, seguramente, tuvieron que ver con el dolor de su juventud.
En ese instante recordé mis correteos por el ático, mi mirada por la ventana a la escuela de arte que quedaba enfrente, donde las estatuas, encerradas en largas columnas, se transformaron en gigantes durante todo el tiempo en el que no volví a verlas.
Aparecieron, también, el tranvía, los paseos por la Barceloneta y las meriendas en el parque Güell. Pero nunca pude alejar, en la brevedad de ese segundo, las voces de mis amigas que seguían cantando “Pregunteu– li com se diu: Marieta, Marieta, pregunteu– li como se diu: Marieta de l´ull viu”.

Salimos a la calle. Enfrente, las dos estatuas del Centro de Arte, de tamaño natural, observaban con su silencio de piedra la emoción que recién hoy puedo comenzar a contar.–



[1] Bajando de la fuente del Gato,
Una novia, una novia:
Bajando de la fuente del Gato,
Una novia y un soldado.
Pregúntenle como se dice,
Marieta, Marieta
Pregúntenle cómo se dice
Marieta, de los ojos azules.
(ronda infantil catalana)

El puente de las hojas de roble



Era la última hoja que quedaba cuando ya había transcurrido el otoño. Fernando, sentado en el banco de la plaza, con un libro sobre sus piernas, la miraba. Hechizado. Las ramas se mecían desnudas con el suave viento de la tarde. En ese vaivén, la juntaría del suelo cuando ella comenzara el vuelo de su caída. De color ladrillo rojizo, con sus venas profundamente marcadas, en las que ya no corría savia alguna, tenía su destino de perfección en caer y secarse. Antes de que sucediera, Fernando se animó a cortarla y, con suavidad, la colocó dentro de su libro.
En el día de su cumpleaños, Liliana atendió la puerta y recibió del cartero un pequeño sobre en el que figuraba su nombre. Firmó el remito y buscó conocer ávidamente el contenido. Era un libro. De título insulso. Le prestó más atención a la hoja de roble que había en él. Buscó en las primeras páginas algún detalle. Ningún dato. Tampoco en el sobre. Sólo su nombre. Pensó quien podría ser su admirador del regalo. No pudo conocer su remitente. Tampoco quiso imaginarlo.
Pasaron muchos otoños y al principio del invierno, como todos los inviernos de los últimos años, Liliana abrió la puerta de su casa y atendió al cartero. El mismo sobre, distintos libros y la hoja de roble. De color ladrillo, perfecta, con sus venas marcadas de savia inconclusa.
Durante los otoños transcurridos, su madre le preguntó quién era el que le enviaba semejante presente. También se lo preguntaron muchas veces su esposo y sus hijos. A todos les dio la misma respuesta. Por lo original no resultaba creíble y, entonces, todos callaron.
El tiempo se llevó a su madre y a su esposo. La vida llevó a sus hijos por los caminos de la vida. Liliana se quedó sola. En la rutina de su soledad, de madre que cumplió con su destino, de no esperar más que lo que la vida le daba, comenzó por ordenar sus pensamientos y sus cosas. Con delicada prolijidad pegó sobre un cuadro, cada una de las hojas de roble que había en una caja de libros, en la que desde los veintiún años contabilizaba en forma ininterrumpida la llegada de la hoja de roble. La forma de semicírculo se parecía a un clásico puente romano, como el Milvio, que había conocido en sus rutinarios paseos por Italia.
Cuando llegó el turno de ordenar los libros de su infancia, se encontró con una sorpresa. A partir de ese momento, debió ordenar sus sentimientos. Un libro de cuentos, dedicado por uno de sus compañeros, contenía una hoja de roble. La última del otoño, decía junto a una firma: Fernando. Fue cuando cumplió diez años.
En su mente comenzó a buscar los datos que le permitieran confirmar una sospecha. En muchos otoños, era la primera vez que su corazón adquiría un ritmo distinto y su imaginación salió a volar.
Fernando debía vivir donde siempre. Lo buscaría y le preguntaría las razones de su fidelidad en cuanto al infaltable envío de las hojas de roble durante todos estos años.
Una tarde se acercó al viejo barrio de su infancia. Llegó hasta la plaza y la recorrió de punta a punta. El silencio de la siesta le permitió observar con tranquilidad aquel conocido paisaje. La calesita en una esquina, con su toldo multicolor, cubriendo los frenéticos caballos y los indomables automóviles de su niñez. En la otra punta, la cancha de bochas. En el centro, la pérgola con las rejas españolas totalmente oxidadas. Y al lado, el roble. Fuerte, grandioso y con una sola hoja que sobrevivía al otoño. De ladrillo rojizo, sus nervaduras perfectas, casi a la mano. Meciéndose hasta el esperado tiempo de la caída. La tomó y la guardó en la libreta de su cartera.
En su cumpleaños, por primera vez, el cartero no llegó. Tampoco lo esperó porque sabía que no concurriría. En realidad sí, pero a la casa de Fernando. Cuando salió a la puerta para recibir el envío, el fastidio por no haber conseguido la última hoja del roble, transformó su rostro. Ávidamente lo abrió. Dentro, un libro y allí estaba. Buscó en las páginas algún dato que sabía que no encontraría. El título del libro “El puente Milvio” hizo que tomara el teléfono y la llamara.

22/09/2010


La lágrima pintada
 - ¿Estás ahí? – preguntó con un hilo de voz. Su nieto le tomó la mano. Acostado en la cama tenía ambos brazos sobre su pecho. Su cuerpo corpulento obstaculizaba su respiración, de ritmo lento aunque acompasado. Los ojos, apenas entreabiertos, buscaban cerciorarse de la presencia de su nieto. Al sentir su mano le tranquilizó.
Permaneció toda la tarde junto a él. De a ratos escuchaba la misma pregunta. Lucas tomaba su mano y la respiración se tranquilizaba. Con los codos sobre la cama y los dedos cruzados, apoyaba sobre sus manos la barbilla y mantenía los ojos sobre el rostro sereno del abuelo. Un débil soplido denunciaba un cuerpo cansado y casi exánime. El aliento imperceptible se veía en el movimiento de su pecho. Aprovechó su acompañamiento para recorrer, a través de los pequeños y semiabiertos ojos de su abuelo, todos los momentos de su vida. De niño. De joven. Ahora. Fue un padre para él. Momentos más tarde, Lucas se levantó, le apretó fuertemente la mano y le dio un beso en la frente. Luego, se retiró de la habitación.
- Ma, el abuelo se está yendo. Si pasa algo, sólo un mensaje al celular. No me llames. Estaré trabajando -. Saludó a su madre, tomó su bolso y se dirigió al teatro.
Mientras conducía, pensaba en la posibilidad de cancelar su actuación. Tenía miedo de quebrarse. Las entradas vendidas, la expectativa creada, el momento importante en su carrera comenzaron a desfilar por su mente, al igual que las imágenes de su abuelo con quien vivió gran parte de su vida. Lamentaba no despedirse. Aunque le dolía más no volver a tomar esa mano cálida y callosa.
Llegó al teatro y se dirigió al camarín. Saludó, a quienes se cruzaron, con su natural austeridad y una forzada sonrisa. Realizó rápidamente la rutina de concentración. Su asistente, conociendo el drama interno, le ayudó a ponerse la ropa y lo maquilló en silencio.
Luego, el llamado al escenario, las luces multicolores, las canciones, los aplausos y la alegría de los niños. La euforia creía en sí mismo. Hacia el final sintió, entre sus ropas, la vibración del celular. Todo había acabado. Temió no poder concluir la canción y se concentró en la imagen del abuelo con los ojos cerrados. Los últimos compases emergieron en forma sublime. El público comenzó a aplaudir de pie. Los niños sumaban sus gritos a una verdadera apoteosis. Los diarios del día siguiente saludarían la consagración de una nueva estrella. Mientras que en el teatro todo era ruido y alegría, en su interior, un silencio total. Los aplausos se aceleraron y los niños comenzaron a vivar su nombre con fuerza:
- ¡Querubín! ¡Querubín! -.
Tenía temor de no poder continuar. No repetiría ninguna de las canciones, aunque tampoco lograba elegir alguna para cantarla sin quebrarse. Rápidamente le pidió a su asistente que el iluminador concentrara la luz sobre su persona. El teatro totalmente a oscuras hizo silencio esperando el regalo final de Lucas “Querubín”. El círculo luminoso hizo converger toda la mirada del público. Una música suave acompañaba sus movimientos. Con la solemnidad del rito tomó la lágrima roja debajo de sus ojos y, se la ofreció a su público.
Nuevamente el aplauso cerrado. Hizo una inclinación con su cuerpo y se retiró del escenario. Ya no escuchaba. En el camarín dejó la galera dorada sobre la mesa, se quitó la nariz roja y la peluca de la gran frente lustrosa con los bucles blancos a los costados. Limpió el maquillaje del rostro enharinado y de la sonrisa gigante. Mientras se quitaba el traje de seda multicolor, recibía de su asistente una toalla humedecida con agua tibia con la que se cubrió el rostro. Un fuerte espasmo sacudió su cuerpo. Entonces, lloró.



El cielo prohibido

Una multitud de coloridos barriletes flotaban en el aire. Decenas de piolines mezclaban las piruetas variopintas con las sonrisas y el griterío de los niños. En su afán de mantenerlos en vuelo corrían desordenadamente sobre la playa soltando metros de cordel para que sus propias cometas escalaran cada una de las nubes para llegar al cielo. La maestra les ayudaba a remontarlos, al igual que les daba una mano para que se levantaran del suelo a quienes tropezaban en su intento de mantener firmemente el barrilete con la vista siempre hacia lo alto.


Sólo Adolfito lloraba. Luego de un giro zigzagueante su cometa, con el hilo cortado, terminó en la espuma de la playa. Con lastimoso desconsuelo le indicaba a la maestra que había sido a propósito. Y miraba, con enfado y con el hilo cortado entre sus dedos, cómo la estrella multicolor jugaba en el cielo con la cometa verde, con el octógono blanco y rojo, con la palomita azul, con la caja de rombos ocres y amarillos o con el avioncito de telgopor. Sólo su pequeña cometa, con recortes de color negro pegados al azar y una cola de trapos atados no logró levantar el vuelo.


Más tarde, con los barriletes enredados y los hilos sin ovillar, volvieron al aula exultantes de alegría por una mañana maravillosa. Entonces, la maestra les dijo:

- ¡Fue muy lindo el espectáculo de los barriletes! Sólo un tema no me gustó. Alguien le cortó el hilo a Adolfito. No me importa quién fue. No debe suceder más – lo dijo con voz serena y con mirada seria.
- Mi papá dice que los negros no van al cielo – se escuchó a uno de los niños del fondo.
- No – replicó rápidamente la maestra – todos van al cielo. ¡Todos los colores llegan hasta el cielo!
Al día siguiente, por la mañana, la maestra advirtió que Adolfito no había venido a la escuela. Esperó un tiempo. Luego, interrogó a los alumnos si tenían alguna noticia. Nadie sabía nada.
Más tarde, en forma intuitiva y con la angustia en su alma, caminó hacia la playa. La espuma comenzó a besar sus zapatillas mientras su mirada escudriñaba primero hacia el sur, luego hacia el norte, buscando encontrarlo en aquella mañana soleada y fría. Durante largo tiempo caminó sin rumbo gritando su nombre. La fuerza de su voz se perdía ante el bramido del mar. De a ratos, sólo el silencio respondía a su doliente pregunta. Cuando un brumoso nubarrón cubrió el sol y una leve penumbra atenuó la luminosidad del horizonte, lo vio. Corrió desesperadamente.
Junto a él, la cometa negra de la cola enredada, se mecía con las primeras olas que besaban la suave arena de la playa.

14/10/2009





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