Ascender
Estiraba mi brazo para aferrarme al
trozo de roca saliente. Bien parado sobre mis piernas, tomé el enganche y con
un preciso envión logré subir un poco más. Más tranquilo, de pie y apoyado
sobre mi espalda, en este punto de descanso, pude mirar hacia el valle. No
había logrado una gran altura, de modo que restaba un buen trecho para llegar a
la cima. Aproveché para respirar ese aire puro con aroma a flores silvestres
que crecían junto a los líquenes entre las hendiduras de las rocas. En el cielo
planeaban sendos aguiluchos al acecho de su presa. Recordé la última vez que
había escalado esta sierra. No era muy alta, aunque encararla por el lado norte
resultaba un arduo trabajo por sus paredes verticales y escarpadas. Lo hice
solo, a partir del mediodía, en un tarde que arrancó nublada y finalizó con un
tórrido sol que logró deshidratarme. En esa tarde sólo pensaba en la cima: sólo
llegar. Llegar y escribir mi nombre en la libreta negra guardada en la pequeña
caja de lata escondida en la cumbre. Después de varias horas, recibí el premio
del ascenso: respirar el aire puro, sentirme libre y expresarlo en un constante
girar sobre mi cuerpo con los brazos extendidos dominando todo el valle y
gritando con todas mis fuerzas.
Esta vez, mi preocupación era otra.
No tanto llegar. Me preocupaba ascender. Ver si todavía era capaz. Ya no me
importaba el premio. Lo había disfrutado en la anterior oportunidad. Mi pequeño
mundo, en situación de catástrofe, no tenía otra preocupación que la de subir.
Esa era la decisión. No la de llegar. Eché otra vez un vistazo hacia abajo.
Bastante lejana y junto a un alambrado se encontraba mi camioneta. Todavía no
sabía por qué, en medio de mis problemas, se me ocurrió escaparme de la ciudad
para venir a escalar el cerro. Una mirada al valle. Luego, otra a la cumbre.
Aún no podía divisarla. De acuerdo con mis cálculos y mi recuerdo, faltaba
bastante todavía. No veía su pico, aunque imaginaba que se encontraba en la
dirección por donde me dirigía. Por lo pronto, al frente estaba la escarpada
pared, sobre la que quedaban marcadas mis gotas de transpiración cada vez que
apoyaba la frente.
En el próximo descanso, seguramente
podría observarla. Tomé un último sorbo de agua y enganché la cantimplora al
cinturón; me calcé nuevamente la mochila, acomodé mi gorro de lana, froté las
palmas de mis manos y reinicié el ascenso. Mi cuerpo se movía con la necesidad
que las acciones requerían. Cuerpeaba una roca hacia la derecha mientras
afirmaba cada una de mis piernas para estirarme y ganar, en cada paso, un poco
más de altura. Bien calzado, no quería
pisar los pajonales para evitar los resbalones. Miraba cada detalle de
para encontrar donde apoyarme antes de lanzar el cuerpo hacia arriba. Pasos
cortos y firmes aseguraban el ascenso. Sólo pensaba en subir. ¿La cima como
premio? No me interesaba. Tampoco probar mis límites. Simplemente subir. Sobre
mi espalda, una rara mochila de fracaso. La escalada, esta vez, tenía toda la
forma de una fuga. ¿Qué premio? La dificultad de una roca saliente avivó mi
adrenalina. Sólo tenía que posicionarme para alcanzarla. Con algo de riesgo en
el salto, me permitiría alcanzar la base de esa gran roca. Con la espalda sobre
la pared, puse mis dedos entre los huecos y con un paso largo, me encontré
seguro sobre la saliente.
En ese momento, sonó mi celular. ¡Mierda!
¡Lo tendría que haber dejado en la camioneta! El esfuerzo por acomodar el
cuerpo apoyando los muslos sobre un costado y una pierna sobre la pared, me
hizo olvidar rápidamente la llamada. Subir, apoyarme, consolidar el paso, mirar
por donde seguir, aferrarme a las rocas seguras, formaban la necesaria y
precisa rutina para ascender sin sogas por la pared norte de la sierra. Unos
metros más y otro descanso. Luego, un par de obstáculos. La vereda, suave
aunque peligrosa, me dejaría en el umbral de la cima. Volví a concentrarme. Con
la fuerza sola no ascendés. Tenés que concentrar tu energía mental y física en
las manos, en las piernas y en la vista. ¡No se te ocurra sacudir la molesta
pestaña sobre tus ojos! Una mano debe estar firme, mientras la otra se aferra o
se apoya para ascender. Las piernas tensas tienen que seguir el ritmo de tus
manos y de tu mente. Y de tu respiración.
Subir es concentrarse. Nada de
distracciones. Ni el vuelo rapaz del aguilucho o los mil colores de las flores
silvestres o el fascinante aroma azul del aire puro. Nada de pensar en otra
cosa. Aunque resulte difícil. Tres días atrás había cortado abruptamente una
relación. Mandé todo al diablo y salí solo con la camioneta. No soy un tipo de
hacer esas cosas. Pero me cansé. Necesitaba respirar. Probablemente estuviera
equivocado. Mi forma de tomar una decisión era poner a todo mi cuerpo en
situación de esfuerzo. En esa hendidura podré poner mis dedos y apoyarme sobre
aquella punta. Puede ser algo peligroso, pero lo lograré. Lo hice y seguí con
el ascenso. Ese estribo me permitirá pivotear la pierna para mover el cuerpo
hasta la esquina de la izquierda. De allí, en tres pasos estaría sobre la
vereda.
Nuevamente el celular. El ruido
característico de un mensaje entrante. Ya no lo escuchaba. No tenía manos para
curiosear quien fuera el que, en esta tarde, deseaba comunicarse conmigo,
aunque lo imaginaba. No hice ningún esfuerzo por responder. Sólo que no pude.
No, en este momento. ¡Mierda! Dije en el mismo instante en que por asir
la saliente me golpeé los dedos al levantar la mano. ¡Me los raspé, carajo!
¡Que aguanten! Vi aparecer unas líneas de sangre cuando mi adrenalina
estaba a punto. Intenté despreocuparme. Concentrado en subir, deseaba completar
la pequeña pared. Las gotas de transpiración corrían por mi frente y caían
junto a las comisuras de mis labios. Hice el gesto de pasarme la mano por la
cara, pero no podía aflojar la tensión de mis brazos y mi cuerpo apoyado sólo
sobre una pierna. Estirando mis deseos logré hacer una palanca y con la fuerza
de mi pecho apoyado sobre las piedras, logré sobrepasar la vertical de la pared
y volcarme en el pequeño veredón.
Recostado de espalda, volví a
escuchar el ingreso de otro mensaje. Mi mente estaba agotada. Sólo miraba hacia
el cielo. Una pequeña brisa sureña dejaba al descubierto el cielo de un azul
intenso. Ni una nube. El sonido agitado de mi respiración era la única señal de
vida en aquel punto de la sierra.
Casi a punto de culminar el ascenso
me encontraba haciendo un pequeño descanso. Mi porfiada costumbre de acelerar
mi cuerpo al máximo para tomar una decisión me había llevado nuevamente a este
lugar. La última vez que subí por estas paredes lo hice pensando en un punto
importante de mi vida, pensando si me casaba o no. En la cima grité mi propio
sí. ¿Y ahora? No deseaba contestarme. Me senté un momento en el veredón con la
espalda sobre la pared, la mochila entre mis piernas y la cantimplora en mi
mano y volví a mirar hacia el valle. Allá lejos estaba mi camioneta roja. Se la
veía muy pequeña. El veredón de casi un metro de ancho, coronaba con una
mediana pared la cumbre del cerro. Siguiéndolo a lo largo de ochenta metros,
demoraría pocos minutos para llegar.
Acurrucado con el mentón en mis
rodillas, me preguntaba qué es lo que debía hacer. No sentía nada. Ni el
oxígeno en mis pulmones que ya respiraban con serenidad, ni el rostro quemado
por el sol de la tarde, ni las manos hirviendo por el esfuerzo realizado. Ni la
sangre seca de mis dedos arañados. No sentía nada. Sólo me preguntaba si el
aire puro sería el perfume para llenar el vacío de mi interior.
Luego de unos minutos me puse de
pie. Tomé un sorbo de agua y apuré el paso por la vereda. Al final trepé la
pared con fuerza, casi con apuro. Unos pasos de ascenso por una pequeña
hendidura me dejaría en la cumbre del cerro.
En la cima, busqué en mi mochila un
par de tabletas de cereales o algún trozo de chocolate. Mis manos se
encontraron con el celular. Recordé las llamadas. Observé la pantalla: “Una
llamada perdida. Dos mensajes pendientes”. Pulsé la tecla para leerlos.
Con una sonrisa lo devolví a su lugar y con la voz más fuerte, grité
a los cuatro vientos. Mis ojos profundamente abiertos ante el paisaje hicieron
que girara con mis brazos totalmente extendidos, intentando apropiarme de toda
la energía que el universo en ese punto me ofrecía. El cielo me punzaba la piel
con el azul frío del silbante viento sur. Con el eco del último grito supe que
mi decisión estaba tomada.
Entonces, inicié el descenso. Luego de varios minutos advertí que no
había firmado la
libreta negra de los que llegan a la cumbre. Tampoco quise volver.
El ascenso a mi decisión estaba
concluido. –
1 º
Premio. Cuento Corto del XXXVI Concurso
Literario Nacional “Ayacucho 2015” Agrupación Impulso de las Bellas Artes (AIBA)
52º Aniversario.
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