Esas cosas de la vida
“El otro” de
Jorge
Luis Borges
Ayer cumplí cincuenta años. Luego de la reunión familiar, llena de
afectos y cariños me sentí cansado. No alcanzaba a separar el número de los años
de las fotografías de mi pasado, las expectativas y las proyecciones del
porvenir. El todo no era más que un torbellino en el que las imágenes fluían
desde un caleidoscopio. Brillantes, a veces, difusas en otros momentos. Decidí
salir a caminar. El verde del parque o el aire, más o menos puro, ayudarían a
ordenar esas cosas de la vida.
No salí para pensar porque no me parecía que tenía mucho para hacerlo.
Mi vida se sintetizaba en un trabajo interesante, una familia más o menos
ordenada y el futuro no más complicado que el del resto de los mortales. Con
calma y con las manos en los bolsillos, terminé en el puesto de bebidas,
acomodado en una de las tantas mesas vacías de esa tarde.
Me senté con las piernas estiradas y los brazos por detrás de la cabeza.
En ese parque nadie observaría mi postura, O si lo hiciera, pensaría en
elongaciones o estiramientos de cuello. En medio de la gimnástica rutina
observé que un niño, entre diez y doce años, se sentó delante de mí. Estiradas
sus piernas con las manos en los bolsillos, ocupó la silla del frente con total
desparpajo y, cuando el mozo nos preguntó si deseábamos ser atendidos, le
pregunté:
– ¿Qué querés tomar? –. Me respondió
rápidamente que deseaba una Bidú.
– Una Coca Cola, querrás decir
–.
– ¡Ah! Sí. Cola – me respondió.
– ¿Algo para comer? – le
pregunté con ganas de que me dijera unos maníes, para seguir con la costumbre.
– Sí. Maníes –. Llamé al mozo y pedí una Coca y
un porrón de cerveza. – Antares, la
artesanal. Con un platito de maníes, para ir picando. – ¿Un sándwich? –, le
pregunté nuevamente al niño, a lo que respondió que no.
Cabello castaño tirando a rubio. Ojitos claros
que dejaban ver su transparencia infantil, detrás de unos anteojos redondos con
un marco ancho de color oscuro. Pantaloncito corto, camisa blanca abotonada y
fuera de la cintura. Zapatillas azules de lona, tipo medio básket, con la
puntera desprendida. De mucho pegarle a la pelota, pensé para mí. Como alguna
vez en la calle, con el Paqui, el Alfredo, Juan Carlos y el gordito Achilli.
Mientras esperábamos al mozo que trajera las
bebidas le pregunté que andaba haciendo por el parque.
– Haciendo tiempo –, me contestó – antes de ir a música. A lo del Maestro
Lucas, voy. Estudio acordeón –.
– ¿Con
una verdulera? – le pregunté.
– ¡Nooo!
– me contestó sonriendo – Acordeón a
piano, con teclado y ochenta bajos. Es cierto, que me pierdo detrás del
instrumento. Pero me las aguanto. Ya estoy sacando algunas piezas.
Sabía que no duraría mucho con la música a
pesar del entusiasmo de ese momento. De modo que le seguí la corriente.
– ¿Vas a
tocar con la orquesta del barrio? –.
– Seguro
que sí – me respondió de inmediato. – Le
voy a hacer el acompañamiento a Carlitos Táccari y vamos a llegar muy lejos –.
Me encantó su ilusión y se me escapó una
sonrisa demasiado evidente.
– No me
crees. ¿O pensás que mi futuro va por otro lado?
Su respuesta me inquietó aunque no me quitó la
sonrisa. Él seguía sentado con sus manos en los bolsillos. Por mi parte, cerré
por un momento mis ojos y volví a estirarme sobre la silla con los brazos por
detrás de la cabeza. Cuando quise mirarlo nuevamente, no lo vi. Se había ido
tan sorpresivamente como llegó. Al que sí vi fue al hombre sentado a mi
derecha.
Unos sesenta y cinco años. Pelo encanecido con
algunos mechones más oscuros. Remera deportiva, un jean despintado y zapatillas
de cuero de descarne. Vestimenta informal para esa hora de la tarde. Los
anteojos redondos sobre una montura casi transparente permitían ver unos ojos
cansados, cuyos párpados cerraba, de a ratos, para cubrirse de los rayos de sol
que se filtraba entre los árboles.
– ¿Desea tomar algo? – le pregunté.
– Sí. Si
ya pediste, agregá una Corona con limón. Con unas rodajitas dentro de la
botella. Le da un gusto especial a la cerveza.
Sus palabras tenían el tono adulto de un hombre
tranquilo. Su acento, en cambio, me recordaba el tono desenvuelto del niño que
se había retirado. Idéntica mirada, idéntica transparencia, la misma postura
con las manos en los bolsillos y las piernas estiradas.
– ¿Conocés
esa música? – me preguntó haciendo referencia a la canción que se escuchaba
fuertemente desde el puesto, en donde expendían las bebidas. – Es un tangazo. ¿Lo conocés? – me volvió
a preguntar y terminó diciendo – supongo
que sí –. Y comenzó a tararear la música y desplegar algún verso: “Qué ganas de encontrarte después de tantas
noches, tarará tarará, te busco y ya no estás”.
– Sí. Lo conozco. También lo he cantado alguna vez. – Y le respondí también
con algún verso, aunque algo desentonado: “Te busco y ya no estás. ¡Qué largas son las horas
ahora que no estás...!”
– El que canta
es Fernando Soler. Pensar que yo estudiaba música porque quería acompañarlo con
el acordeón – me lo dijo paladeando un recuerdo.
– ¿Qué le pasó
que no pudo ser? – fue la pregunta que se me ocurrió hacerle.
– Nada. Esas cosas
de la vida. Dejé la música, ahí nomás, de chiquito, y me dediqué a otras quehaceres.
La vida me fue llevando por otros caminos. Y el sueño del acompañamiento quedó trunco.
– Hubo un
acordeón grande de ochenta bajos, con enchapado en nácar color verde en mi
casa. No lo vi más. Creo que mi padre lo llevó a un remate.
– Sí. Siempre
suceden así las cosas. Yo vi uno igual en una vidriera del centro –.
Mientras se desgranaban los últimos compases de “Qué
falta que me hacés” ambos pensábamos en los amores que ya no están. En medio de
ese pensamiento y mientras lo miraba con un afectuoso respeto, me animé a
preguntarle:
– Ese berretín
por la música ¿sigue en el fondo de su alma o lo has cambiado por otra cosa?
– Si tamborilear con los dedos
sobre la mesa es mantener afecto por la música, lo tengo. Pero nada más. Aunque
le parezca mentira, estoy jubilado. Y se me ha dado por estudiar y por
escribir. Cosas. Nada importante. Por ahí, alguien las lee.
– Entonces, ¿le
gusta escribir? – insistí en mantener la conversación.
No contestó. Con las manos en los bolsillos y, sin
decir nada más, se levantó y se fue, caminando entre los senderos de la
arboleda.
El mozo con una gran bandeja traía varias bebidas y un
platito con maníes y otro con rodajas de limón. Con dudas me preguntó:
– Ud. ordenó
estas bebidas. Dígame cuál prefiere y se la sirvo -.
– Gracias. Déjeme
la Corona con limón –.
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